viernes, 9 de mayo de 2008

Amor tormentoso (I)

Manuel es un colega que en junio próximo cumplirá los 51. Trabajó hasta el año pasado en una ONG dedicada a la defensa de los derechos humanos cuando decidieron prescindir de sus servicios. Nadie le defendió, menos quienes le habían contratado. Ni CTS ni beneficios, ni vacaciones truncas, ni nada.

Ahora está nuevamente, como las otras tres veces en los últimos cinco años, buscando trabajo y taxeando para conseguir ingresos, esos que le hagan cumplir con su familia las necesidades de comida, vivienda, ropa y estudios.


En 1999 adquirió una casa en San Borja que aún paga; todavía le falta cancelar la mitad de las cuotas para que sea definitivamente suya. Su pareja, secretaria de un laboratorio transnacional, le ayuda en este propósito. Pese a vivir bajo el mismo techo su relación es distante, ya no hay amor.

Se casó pasando los 40, como todos ilusionado de formar una familia. La esposa -también de la misma edad- tuvo los temores propios del reloj biológico al embarazarse, pero gracias a Dios fueron bendecidos con una pareja de mellizos por la que se desviven y soportan uno al otro. Hoy los niños ya tienen 7 años.

Una noche tras beber harto licor me confesó que su relación se volvió gélida tras el nacimiento de sus hijos, no porque fueran, con justa razón, el centro de atención de su mujer sino porque literalmente ella le dejó de lado. Ya no más caricias, ni mimos, ni una palabra de atención ni sexo del bueno. Me preguntó si eso no sería el karma a pagar por tantas relaciones que mantuvo con más de una decena de mujeres a las que prometió amor eterno, aunque en el fondo sólo deseara sus carnes.
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Aquella mañana de enero, mucho antes de coger definitivamente el teléfono para llamarle, lo había intentado múltiples veces. No estaba segura de que fuera buena idea pues de las tres conversaciones con él en una década no guardaba imágenes felices.

En qué maldita hora llegó a conocerle o en qué maldita hora llegó a perderle. Todas las noches dormía en su cama, todas las mañanas despertaba a su lado. Todos sus cumpleaños, navidades, aniversarios y fechas importantes los vivía con él y también todo el tiempo estaba ausente, al igual que hace diez años en que se separaron.

Resultaba increíble que aún pudiera tenerle presente si fue ella quien decidió dejarle un día de enero, precisamente un once, como esa mañana soleada, atormentada por las dudas de llamarle. Dentro de sí recordaba que se cumplían diez años de aquella separación. En esa ocasión Manuel no dijo nada, la dejó tomar una a una sus cosas y llevárselas consigo. Fue la última vez que se vieron las caras. Ni un chao, ni un adiós, ni menos un beso.

Rosario Gavidia es una bella mujer, nacida en Lima hace 37 años. Cuando decía su edad nadie le creía pues aparentaba mucho menos. Sus ojos marrones claros, su piel blanca, ligeramente bronceada, y su ondulada cabellera negra que le llegaba hasta la mitad de la espalda junto a sus bien formadas curvas la hacían ver una hembra impresionante que provocaba mirarle cuando venía o cuando se iba. Se vestía como cualquiera otra mujer común y silvestre pero las prendas que llevaba consigo resaltaban en ella y en su metro setenta y cinco con tacos normales.

Nadie sabía las verdaderas razones por las cuales no tenía pareja. Los hombres que afanosos se acercaban buscando su amistad y algo más, se estrellaban contra un muro construido con recuerdos absurdos. Su familia se limitaba a contemplarla con piedad, la misma compasión que le entregaron desde aquella mañana en que retornó a su casa y cuando a voz en cuello exigió que no le preguntaran por qué regresaba y por qué había decidido abandonar a Manuel.

-¡Hola Manuel!, soy Charo.

Contestó el celular apenas timbró, no importó que estuviera buscando clientes para su taxi, siempre lo hacía a pesar del par de multas que ya tenía en su haber. Aunque conocía a una decena de mujeres con ese nombre la identificó al instante. Su voz era inconfundible. ¡Cómo olvidarla!.

La última vez que conversaron fue igualmente por teléfono, allá por la primavera del 2005. En aquella oportunidad Rosario llamó a su celular para felicitarle porque sabía que sus mellizos estaban cumpliendo 5 años. Manuel, 14 años mayor que ella, no supo reaccionar entonces, sólo atinó a decirle gracias y ser cortante en el trato; en aquella época llevaba seis años de matrimonio y aunque no dejó de sorprenderle que conociera la fecha especial, evitó ahondar en este tema pues no le interesaba meterse nuevamente en problemas ni menos con ella, pese a que la convivencia con Julia, la madre de sus hijos ya se iba a pique. Hoy, es distinto, todo es peor.

(continuará)